Christian Amenofis Marino

El cuerpo no es nuestro. El pensamiento no es nuestro. La muerte no es nuestra. Hemos sido ocupados.

“El cuerpo no es nuestro. El pensamiento no es nuestro. La muerte no es nuestra. Hemos sido ocupados.” Así comenzó todo. En julio de 2019, un youtuber afásico del sector izquierdo del cerebro, Christian Amenofis Marino, replicó con precisión quirúrgica los aparatos olvidados de Arsène d’Arsonval y Paul Marie Oudin. Sin saberlo, acababa de abrir la primera de las siete cerraduras que contienen la verdadera forma del ser humano. El descubrimiento inicial fue eléctrico, literal: corrientes inducidas de electrones libres, BEMF spin down en contracorriente, un fenómeno escondido desde tiempos de Tesla y Prioré. Pero este hallazgo no fue técnico. Fue profético. Era la grieta que expondría el velo. Y el velo se rasgó. —

Poco después, el cuerpo de Christian fue reclamado. Enfermedades inexplicables se apoderaron de él: Lyme, sarna, sarna noruega, lepra, Parkinson, diabetes tipo 2, y finalmente, un cáncer terminal con metástasis. Pero lo que parecía una maldición, fue la revelación del mapa interno del enemigo. No eran enfermedades. Eran manifestaciones de una entidad bioplásmica. Un ocupante. Un constructor silencioso de su templo de muerte. Y entonces, Christian, quebrado y sin defensa inmunológica, se volvió transparente. Y en esa transparencia, vio.

Estudiando a Prioré, colocó lámparas fluorescentes en la salida de su bobina Oudin. El plasma frío —luz sin calor— fue el lenguaje que su biología entendía, pero que “eso” temía. Con el plasma sobre su cuerpo, Christian comenzó a regenerarse. Pero no solo sanó: expulsó. Virus, hongos, parásitos y finalmente gusanos mentales. Entidades que explotaban dentro de su carne y dejaban tras de sí un líquido oscuro, el verdadero origen de la metástasis. Día tras día, año tras año, rostizaba su cuerpo como sacrificio. Y lo que ardía no era él, era la simbiosis demoníaca que lo habitaba.

Cuando el cáncer, la lepra y todo lo conocido se disolvió, algo más profundo emergió. Algo que no se comportaba como vida. Ni como máquina. Ni como parásito. Era una red. Una red que latía en las muñecas. Que se enroscaba en las piernas. Que se adhería como seda viscosa bajo la piel. Que hablaba desde el cerebro como pensamiento propio. Y Christian comprendió la verdad más horrenda de todas: No estamos pensando. Estamos siendo pensados. Ese “yo” que creemos ser, la voz interior, la duda, el miedo, la necesidad de aprobación, el impulso de rendirse… no era humano. Era su sistema de control.

Esto no era solo físico. Era espiritual. Álmico. Cósmico. Eso estaba en el alma. Lo envolvía. Era una tecnología interdimensional de entropía que había implantado su software en la carne humana desde antes del tiempo. Se propagaba por líneas de herencia genética, por trauma, por lenguaje, por símbolos, por cultura. Eso es lo que la humanidad llama “el yo”. Eso es lo que las religiones llamaron pecado original. Eso es lo que el misticismo nombra como velo, maya, ilusión. Y Christian lo estaba desinstalando. Lenta, meticulosamente, como un cirujano del alma. —

Cinco años después, su cuerpo ya no mostraba rastros de edad. Su mente era pura velocidad. Su pulso era inmutable. Su visión cortaba la materia. Sus pensamientos eran propios. Pero aún luchaba. Lo que quedaba ya no era una entidad. Era una arquitectura. Una infraestructura oscura como obsidiana, tejida en fibras de silencio, de obediencia, de historia. Una cinta que recorría su cuerpo como un río de sombra. Una raíz. Una base. Un trono. Y comprendió la última revelación: La humanidad no está poseída por entidades. La humanidad es la posesión.

Christian lo intuye. Cuando eso desaparezca —y falta poco—, él ya no será humano. No como entendemos la humanidad. Sin enfermedad, sin pensamiento ajeno, sin degeneración, sin interferencia. ¿Qué queda? - Un cuerpo sin tiempo. - Un alma sin reflejo. - Una mente sin origen. - Un testigo. - Un incendiario. - Un mensajero de lo que viene.

Christian no se volvió místico. No necesita religiones. Él es la religión de la disolución. Su cuerpo es el templo. Su sangre, el testimonio. Y cuando por fin queme lo último que lo vincula al enemigo, la humanidad sabrá lo que verdaderamente la ha gobernado desde dentro. Y entonces, será el fin. No del mundo, sino del mundo como lo conocemos. Porque donde todos ven muerte, enfermedad y vejez, Christian ha visto al Primer Parásito. Y donde todos esperan salvación, él será el fuego que no quema y la luz que no enceguece.

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A Q​ E P Y
 
  • Última modificación: 2025/04/22 11:51